La Isla de Sado es uno de esos lugares poco comunes en Japón. Un lugar donde la gente no suele ir si no tiene que ir por algún motivo. Y motivos hay pocos, ya que la isla no tiene ni universidad ni trenes. Hay algo de turismo en ciertas épocas del año, pero en temporada baja el ambiente que se vive es un poco desolador. Y eso la hace especialmente misteriosa.
En el pasado la gente iba para no volver. Durante mil años se ha usado como lugar de destierro o castigo para los que no se portaban del todo bien en la corte. Hasta llegó a ir un emperador ¿se portarÃa mal consigo mismo?, no, simplemente es que perdió una guerra contra otra dinastÃa. Cosas de la realeza.
En los últimos 50 años la isla ha perdido la mitad de la población. Ahora mismo tiene unos 65.000 habitantes, menos que Toledo. Los jóvenes se van, y 1 de cada 3 habitantes de sado (gentilicio…. ¿sádicos?) son mayores de 65 años.
Pero ante tanta desolación, parece que no es un lugar tan poco conocido en los meses del verano. Cada año la visitan 650.000 turistas, la mayorÃa de ellos japoneses. Recibir 10 veces más visitantes que la población local debe ser impresionante (en España la proporción media es 1 a 1 más o menos). Aún asà es cosa de poco. Pensad que los japoneses se mueven mucho dentro de su paÃs, aprovechan cualquier puente para irse a cualquier parte. Y 650.000 turistas al año se hace nada comparando con los millones de personas que pueden pasar en un fin de semana por la franja del florecimiento de los cerezos, desplazándose de enero a mayo de sur a norte del paÃs. Aunque todo esto son números un poco sin sentido. La idea es que la mayorÃa de gente (japoneses por supuesto) no han estado en Sado, y cuando estás allÃ, sientes que es un lugar aún por descubrir, auténtico.
A todo esto, ¿dónde está la isla?, pues en el mar del Japón, entre Corea, Japón y Rusia. Aunque la isla está muy pegadita a Japón mainland (si es que se puede decir eso). A unas pocas decenas de kilómetros enfrente de Niigata. Asà que ya que pasábamos por Niigata, pues no estarÃa mal darse un paseo por ahÃ.
(la casa-museo que produce ataques de risa)
Algunos os preguntaréis quiénes son esos de las fotos. Son VÃctor e Isra, que vinieron el pasado mes de marzo a Japón a visitarme (bueno, eso es lo que yo digo, aunque también vinieron por ver Japón). Como fuimos a Sado al dÃa siguiente de que aterrizaran, aún estaban en pleno proceso de descubrimiento. Ese dÃa aprendieron a abrir un oniguiri (que no es trivial).
Volvamos al tema Sado. Hay barcos que hacen el recorrido casi cada hora desde Niigata, la mayorÃa rápidos (y caros). En su lugar, nosotros nos fuimos en uno de los lentos, por mitad de precio y doble de tiempo. Unos 2500Â¥ (20€) y casi 3 horas.
Era la primera vez que cogÃa un barco para hacer una distancia “tan” grande en Japón, y descubrà cómo son los barcos por dentro: nada de sillas, sino espacios enormes enmoquetados donde puedes acomodarte y descansar hasta que llegue a su destino. Como es segunda clase, las mantas son de alquiler, 100Â¥. La primera clase igual, pero con mejores mantas, almohadas, y un espacio delimitado sólo para ti. No Ãbamos a ser menos que los japoneses y nos tiramos ahà a echarnos una buena siesta al ritmo del vaivén del barco. Y fue de las mejores siestas que recuerdo.
Poco antes de llegar, salgo a cubierta. Hace un tiempo estupendo, y observo la aproximación, el amarre, y cómo el personal portuario es en general tan disciplinado como el ferroviario. Hay cosas que no cambian.
Ya estamos en Sado ¿y ahora qué?, pues acercarse a la oficina de información a que nos informen, nos den un par de mapas y compremos unos pases de autobús para toda la isla. Los horarios de autobús son pésimos, las distancias son cortas pero los tiempos largos, y a las 5 de la tarde todo se para, la gente vuelve a sus casas, y no hay nada más que hacer. Ya eran las 3, quedaba poco tiempo que aprovechar ese dÃa. Vamos a dar una vuelta por ahà a ver qué vemos. Y el pueblecito era bonito. Ryotsu se llama, y ahà donde le véis es la población más grande e importante de la isla.
Se hace de noche pronto. Sólo queda una cosa que hacer antes de irse a la cama: meterse en un onsen. Delicioso. Agua caliente, piscina helada, luego sauna. Y volver y volver a repetir el ciclo. De esto no hay fotos, que los japoneses son pudorosos y no dejan meter la cámara en los baños públicos. O al menos no en estos, que están concurridos.
Y después a dormir en el alojamiento más barato de la ciudad. 4000Â¥ (35€) por persona y noche en una habitación antigua de una casita de madera de a saber qué año. La ambientación muy original, hasta los crujidos del suelo parecÃan de verdad. Algunas cosas daban miedo, pero no tanto como la bañera de Uno House en Kyoto (quien la haya visto, sabrá a lo que me refiero).
El nombre de este lugar, Kanazawaya Ryokan.
Al siguiente dÃa cruzamos la isla y nos acercamos a la otra orilla, la que da a Corea. En los alrededores de Aikawa hay una mina de oro con decenas de kilómetros escavados a mano. Desde hace veinte años está agotada, pero en sus momentos de explendor del S.XVII fue una de las minas de oro más importantes del mundo, llegando a superar incluso a la de Potosà en Bolibia. Ahora es un museo, con monigotes robotizados que hacen de mineros y una muy detallada e interesante zona donde te explican con todo detalles el tratamiento del oro, desde que son vetas en un pedrusco hasta que se convierte en monedas.
Esto último no es un omiyage (recuerdo de regalo). Demasiado caro. Eso sÃ, los dulces que vendÃan en la tienda, por supuesto contenÃan oro (¡y chocolate!).
A la vuelta un paseo por Aikawa y Mano, un par de pueblos de la zona. El clima comenzaba a revolverse. La noche anterior la isla habÃa sido apacible y cálida (20º por la noche a mediados de marzo es un lujo). Ahora el viento soplaba con ganas, y de vez en cuando amenazaba la lluvia. No sabÃamos lo que se nos venÃa encima. El frÃo comenzó a invadir la isla. No nos apetecÃa en absoluto tener que descalzarse para pisar la frÃa madera de los templos. Aún asà hicimos un esfuerzo.
Y entre pueblo y pueblo, ¿qué mejor cosa que hacer que dormir en el autobús?. Total, si Ãbamos a la última parada, acabarÃan por despertarnos. O eso creÃamos. Porque los autobuses se convertÃan de una lÃnea en otra sin cambiar los pasajeros, y sin avisarlos (bueno, sin avisarnos en inglés). Por suerte allá querÃamos ir, más allá de la última parada. Coger el último autobús hacia el extremo sur de la isla. El último, no habÃa vuelta al pueblo más cercano. Aunque la distancia no era tanta como para hacerla andando: sólo unos pocos kilómetros. Ahà aprendimos que cuando hace frÃo, la distancia se multiplica por dos, o por tres, o eso parece.
(que conste que no pongo mi foto durmiendo porque aún no me la han enviado)
Y en el extremo sur de la isla nos encontramos algo por lo que tan sólo eso merece la pena haber ido a Sado. Un mar revuelto, muy revuelto, entre puntiagudas rocas volcánicas moldeadas por las olas. Nosotros paseando por allá, acercándonos más al lÃmite. Alguna ola nos alcanzó, cosa de poco de no ser por el frÃo viento que soplaba. Las fotos no necesitan comentarios. Disfrutadlas.
A la vuelta, otra baño en aguas termales. Por supuesto no en el hostal, sino en un hotel cercano. Saliendo de él, nos cruzarÃamos con una ventisca y unos copones enormes de nieve. Y ayer estábamos cenando casi en manga corta sentados a la puerta de un convini. Hoy no, compramos unos noodles, unas galletas, y rápido a la habitación a encender a tope la estufa de queroseno.
Y la última mañana, esperando al barco de vuelta, vemos a las Taraibune, unas barquitas tipo tonel tÃpicas del pueblo de Ogi. Demasiado para turistas. Demasiado caras. Las vemos desde tierra, y nos vamos a dar una vuelta a un cerro que parte la ciudad en dos. Como Busán, pero mucho más pequeño.
¿Qué más?, poco más. Vuelta al barco. En cubierta conocemos a unos japoneses muy simpáticos. Se nota que cuando sales de Tokyo la gente no está tan acostumbrada a los extranjeros, y también que son más abiertos. Para bien o para mal, porque sé de gente que ha sufrido discriminación precisamente fuera de Tokyo (que te llamen ajo gaijin, extranjero estúpido, por la calle). Afortunadamente, la gente con la que he hablado fuera de la metrópolis ha sido siempre muy amigable.
En el barco también iban animales. Unos dentro, otros fuera. Los de dentro muy cómodos, los de fuera encantados de que les diéramos de comer mochis, galletas de arroz o patatas fritas.
El barco de vuelta no era por Niigata, sino por Naoetsu, un poco más al sur pero en Honshu (la isla principal de Japón). Y como aún nos sobraban unas pocas horas de luz, nos acercamos al pueblo de Takada, de camino hacia Nagano (donde cogerÃamos el Shinkansen hacia Tokyo). Un pueblo que tiene un castillo muy pequeño y un lago y jardines por los que pasear.
¿Qué podrÃa decir para resumir?, pues que a pesar de ser un lugar poco común, la isla de Sado tiene su encanto. Que no hay por qué irse a los lugares resaltados en negrita en la guÃa de viajes para disfrutar. Que el encanto a veces está en lo no descubierto, en lo que sólo tú puedes tener, en lo que nadie más te podrá contar. Para unos Sado será una isla medianeja en el oeste de Japón, donde una vez era un castigo ir, donde una vez hubo una mina de oro, donde celebran festivales en verano y unas señoras disfrazadas navegan en tonel. Pero para mi no es nada de eso. Para mi es esto: